Hay cosas a las que una les tiene manía desde siempre sin
tener muy claro por qué razón, pero es verlas o pensar en ellas y mostrar un
claro rechazo tan real como ridículo.
A mí me ocurre con muchas cosas, que para eso soy yo amiga
de los excesos, de las filias y de las fobias, muy intensa que diría mi amiga Belén
del colegio, pero es que no lo puedo evitar.
Yo pensaba, más bien tenía claro, que con estas filias y
fobias una se iba a la tumba a no ser que pasase por el psicoanalista y éste la
trate con terapias experimentales a las que nunca les he visto demasiado
sentido porque a ver si una señora tiene fobia a los leones, ¿a santo de qué han
de encerrarla con uno durante hora y media? ¿qué gana? Si al menos fuera domadora,
pues mire usted, sí, pero si la señora es peluquera ya me dirán ustedes que
malo tiene tener fobia a los leones, una cosa, por otra parte, la mar de normal,
que hay que ver las quijadas que tienen esos bichos....
Yo también tengo fobias serias, un respeto, pero de lo que
tengo mucho es de ideas preconcebidas que me crean rechazo y eso no se puede
evitar o al menos eso creía yo. Concretando, yo siempre he odiado los romis de
los cuartos de baño. A muerte. Los odio básicamente porque son muy de los 70 y
a mí los 70 no me gustan mucho con tanto pantalón campana y tanto marrón y
beige, porque me parecen unos muebles muy pasados de moda, muy tipo Almodóvar y
que generan cierta tristeza con sólo mirarlos.
Gracias a Dios ya no es habitual verlos en España porque la
gente opta por estanterías vistas, muebles bajos o esos terribles muebles de
rejillas tipo verdureros, reconvertidos a neceseres ambulantes… aunque las
abuelas lo siguen usando, repletos de botes de perfume vacíos -¿puede haber
algo más triste?- y jabones olorosos de las bodas y algún bote de pastillas
para suicidarse de tristeza cada vez que uno abra el dichoso romi.
Puede que parte de mi rechazo se deba también a las películas
de miedo, en las que el chaval se miraba al espejo –porque la puerta del romi
siempre es un espejo, a ser posible desconchado- y todo en orden, lo abría para
coger cualquier cosa y al cerrarlo ¡zas! la cara de muerto o del asesino o de
ambos estaban reflejadas en él. Danger.
Sea como fuere los odio. A muerte. Así que cuando decoré mi
casa coloqué estratégicas estanterías por el baño y un mueble bajo el lavabo
tipo sauna donde colocar todo lo colocable que las cremas son un submundo en sí
mismas…
La cuestión es que yo era feliz con mis estanterías y mi
mueble bajo hasta que me di a la maternidad y el pelirrojismo tuvo a bien ser
independiente, colarse en el baño y hacerse mascarillas faciales con mi crema
antecelulítica –ahora entiendo lo de su piel tan tersa- o nutrir el suelo con mi clinique regenerante o
lavarle la cabeza al Nenuco con el aceite de almendras dulces del Mercadona. Muy
mal todo. Raro es el día que la pasta de dientes no sufre un par de pisotones
con sus consecuentes vómitos de flúor blanqueante, que el tónico facial no
acaba nadando en la fregona o que los discos limpiadores atoran el wc… Y una,
desesperada, harta de dar voces y castigar al anticristo en la tierra, coloca cual
última pantalla del Tetris todos los botes importantes –y cuando digo
importantes quiero decir caros y/o rompibles- en la única balda a la que no
tiene acceso la pelirroja, quedando todo al borde del desprendimiento al mínimo
movimiento.
Así, cada vez que he de coger la bolsa de las pinturas,
lanzo el antiarrugas contra el bidé y la hidratante me perfora el pie todo
mientras la nena me mira desde abajo cual perrillo hambriento, lampona por ver qué
dejo caer esta vez y ver si puede atraparlo…
Así que me estoy replanteando lo del romi. Que sí, que será
muy de los 70 y muy triste, pero ahí me cabrían tantas cosas y todas tan
ordenadas sin dejar opción al pelirrojismo a destrozarme mis potingues de
belleza que igual me lío la manta a la cabeza y me compro uno. Y si quiere
asomarse la niña de The Ring cuando cierre la puerta que se asome, igual ve la
mala cara que tengo y se asusta ella o se queda a echarme una mano. A saber.