Como si no tuviéramos ya bastante en esta casa infestada de
virus pelirrojos variados, falta de tiempo hasta para toser e insomnio
permanente con sus buenos sobresaltos a media noche por los gritos de uno u
otro o porque a una servidora se le olvidó poner el móvil en silencio, ahora ha
llegado un nuevo enemigo a nuestras vidas: los deberes.
Que ya ves tú que yo no pensaba preocuparme por esto de las
tareas hasta por los menos segundo de Primaria cuando llegaran las tablas y las
divisiones y la vida académica más allá del rey u y el panadero p y ya
estuviera una más recompuesta de esto de la maternidad doble y el malvivir. Pero
no. Al parecer hacer deberes desde la guardería es lo más. Sobre todo si
quieres que tu hijo sea ingeniero aeronáutico o notario. Que no se puede
aspirar a una carrera de éxito y a un sueldo bruto generoso si no haces
repeticiones en cadena de caligrafía desde los cuatro años, con lápiz en forma
de triángulo y una goma Milán mordisqueada.
Al principio, la cosa no era muy grave. Un carilla cada fin
de semana de repetición de la letra p, con sus recovecos y sus cuadrículas y su
sentarse con la pelirroja y su parsimonia infinita a dejarme carcomer por los
nervios, pero una carilla al fin y al cabo por semana. Pero claro, la cosa ha
ido avanzando y la niña que se ve que ya tiene la universidad a la vuelta de la
esquina, está ya en serio con el libro de lectura y no con nuestra cartilla
Palau la mar de mona y pedagógica, sino un libro con mucha mala pipa y con las
letras desordenadas que tenemos que leer cada día con los ojitos güertos y la
paciencia en mínimos históricos, con un lápiz gigante que le trajo mi hermana
de Ibiza para señalarle las letras que tiene que ir leyendo o amenazarla si
empieza a desvariar cantando canciones de Frozen mientras finge pensar en la m.
Pero por si esto no fuera poco, la niña que es floja de
nacimiento y una subversiva frente al poder académico establecido, no termina
ni una puñetera ficha cada día en el colegio
y la señorita en señal de castigo -hacia ella por floja y hacia mí por
haberle trasmitido los genes de la flojera- nos la manda a casa, para que la
terminemos en nuestro salón, mientras el pater habla con clientes por el móvil
fingiendo que no ha perdido la cabeza, Cigoto toca la trompeta y yo planeo
alistarme en la Legión Extranjera más pronto que tarde y sólo volver a casa los
Jueves Santo con una cabra, para saludar a la familia y custodiar al Cristo de
Mena.
Y claro, yo soy partidaria de que los niños han de hacerse
responsables de sus tareas, de que las hagan solitos y no con las madres pegadas
a la chepa, como las hacíamos nosotros que nos buscábamos la vida antes de que
empezara Bola de Dragón o los Mosqueperros. Pero claro, el pasotismo de la
pelirroja es nivel maestro y por miedo a que la señorita me denuncie por
negligencia académica y me quiten la custodia educativa de mi primogénita, me veo
obligada a dejarme la garganta y la cordura pegándole voces para que se siente
y comience a trabajar, mientras protesta como si la llevara al paredón y se
inventa mil excusas para no sentarse.
Que si ahora voy cuando termine el episodio, que si primero
voy a hacer pipí, que si tengo mucha hambre, que si eso ya me lo sé... y así hasta que tengo un brote psicótico y tengo
que controlarme para no lanzar la libreta por la ventana y salir a la calle a
pegar tiros.
Vamos, que estoy por hacerme la moderna y quitar a la niña
del colegio con la excusa de estar en contra de alguna cosa que se me ocurra como
el inglés por fonemas o las divisiones. Pero claro, entonces no tendría dónde
meterla cinco horas diarias e igual hasta me obligan a educarla en casa, como
tengo yo los nervios.
Vamos, que no tengo salida. Cuando llegue a Secundaria me
voy a las misiones. Anda que no.