Dice mi endocrino que no pierdo porque no me muevo. Será
sinvergüenza el tiparraco. Que no voy al gimnasio es verdad, aunque lo pago
religiosamente desde enero y correr lo
que es correr, así con tus zapatillas y tus mallas haciéndote la moderna,
tampoco, pero parar y sentar mis posaderas en el sofá menos, que en esta casa
eso es como aspirar a que te toque el euromillón.
Así que le miré con la mirada del tigre y le conté como es
un día cualquiera en esta vida infernal de idas y venidas que llevo, para que
viera cómo me las gasto y si eso puede o no convalidar una elíptica
A
ver, yo me levanto a las siete, si antes no hemos tenido
movida familiar de miedos, pipís, aguas o corridas al salón para ver La
Patrulla Canina a las cuatro de la madrugada y a las ocho ya estoy
sentada en
el curro, con los ojitos pochos pegados a la pantalla hasta las tres de
la
tarde sin pestañear y aunque son siete horitas sentada con lo que eso
acumula
de calorías haciéndose un hueco en las caderas, es un sinvivir de
prisas, trabajos urgentes y ansiedades varias, vamos que un día me meto
en el ordenador
y me quedo allí como los malos de Superman.
Cuando salgo, más mareada que Baby la de Dirty Dancing
después del primer baile y con una manzana en el cuerpesito y tres litros de
cocacolazero, paro en casa treinta segundos, cojo el carrito de peque y me
encamino a recoger a los pelirrojos al comedor, amenazando a los transeúntes
que se van cruzando por mi camino para que no me retrasen, que siempre voy
justita ,y quince o veinte minutos más tarde, ya tengo a los pelirrojos llenos
de tomate y otros restos de comida, en mi poder.
Peleo con el pelirrojo para que se siente en el carro – o es
eso o llego a casa para Navidad- y adoptando mi habitual postura de jorobada
empujo el carro como si se me fuera la vida en ello para que no vea el parque
de columpios y no entre e violencia callejera, mientras la pelirroja me cuenta
las últimas intrigas palaciegas del patio y yo corro y corro, no vaya a ser que
el hermanísimo se nos cabree y se lance del carro en plan suicida y ya no haya
manera de volverlo a meter.
Luego llegamos a casa y malcomo mientras amenazo a los niños
para que se quiten la ropa o dejen los zapatos en su sitio o en cualquier sitio
que no sea el sofá . Aunque para poco rato porque cuando no tenemos catequesis,
salidas con la familia, extraescolares o recados varios, la nena tiene deberes
o examen o tengo que recortar dos millones de letras feísimas con cara y patas
que nos ha endiñado la seño del hermanísimo, no vaya a ser que no nos
involucremos en su educación, con lo feo que está eso.
Pero lo peor es cuando hay clases por la tarde, que este colegio nuestro es muy
moderno y claro, a esas horas no hay quién diga que no a un rato de parque . Antes
yo iba con la primogénita que se lanzaba columpio abajo y arriba y yo me ponía
al día con las otras madres, pero ahora, viene el loco de la colina, que sólo
se divierte si se tira de cabeza por el tobogán grande, se cuelga del palo de
bomberos o coquetea con el suicidio al borde del castillo para adelantar mi
infarto de miocardio. Así que me paso el día persiguiéndolo, mientras la
pelirroja quiere que la mire hacer sus malabarismos de agilidad reducida y las
madres me hablan del último examen de Natural, como si yo tuviera cuerpo para
algo más que no fuera la inyección letal.
Con suerte, después de una hora, puedo volver a casa tirando
del brazo del hermanísimo que sólo quiere lamer persianas oxidadas y aguantando
a la pelirroja cantándome los últimos hits de la catequesis, todo ello sudando
como un pollo, aunque haga tres grados, porque a mí el estrés me hace sudar
como una premenopáusica tropical.
Pero otras veces no puedo volver a casa porque mi madre cree
de vital importancia que vayamos a comprar sábanas o leotardos de los que no hacen
bolas, como si a mí las bolas me importaran un pimiento. Y así después de
varios cara a cara con la muerte en las escaleras mecánicas de El Corte Inglés
y de corridas por los pasillos, volvemos a casa, no antes de las nueve, con el
tiempo justo de baños variados, repelentes piojiles, lecturas, cenas y
negociaciones de ocio multimedia hasta que por fin conseguimos meterlos en la
cama y que pierdan la conciencia.
Y entonces me dice el pater que veamos una serie o un algo
mientras el plancha y yo preparo los uniformes y los desayunos y yo finjo que
sí, que voy a verla y hasta me voy a enterar pero antes de que termine la
cortinilla ya estoy en coma, pero me tengo que levantar a echarme la crema, el
contorno,-del sérum ni hablamos-, el líquido reactivador capilar, lavarme los
dientes y arrastrarme al camastro a ver si mañana no me levanto con esta cara
de coplero antiguo que se me está poniendo.
¿Y a esa hora no puede usted salir a correr un poco? – me suelta
el psicópata de mi endocrino. Pero debe de ser tal la cara de asesina en serie
que le pongo, que antes de que diga nada recula, mira mi ficha y me dice, ‘Bueno,
mejor de momento sólo vamos a concentrarnos en reducir los carbohidratos’.
Pues eso.